HISTORIAS Y LEYENDAS

En este nuevo apartado del blog queremos que personas como vosotros nos contéis vuestras propias vivencias y experiencias con lo desconocido.Has visto alguna vez a un ente?Has escuchado alguna voz de un ser querido que ya no se encuentra entre nosotros?Tienes alguna foto curiosa?Todo esto y mucho mas es lo que vamos a recoger este apartado del blog siempre se tratara desde el respeto y si la persona lo desea desde el anonimato.Os animamos a que nos contéis esas historias vividas por vosotros o por algún familiar. Podéis poneros en contacto con nosotros en: asociacionmasip@gmail.com.



RELATOS DE LA HISTORIA DE MOTRIL
EL SONIDO DE LA MUERTE EN EL MOTRIL DE LA EDAD MODERNA
MANOLO DOMÍNGUEZ -Historiador-
Escribía Alfonso de Villegas en su Flos Sanctórum que “el tañer de las campanas en los entierros es cosa bien antigua. Pues Beda hace mención de que dispertaban con campanas a la gente quando alguno moría, para que aquel sonido se moviesen a mirar en la vida pasada y se enmendasen en lo porvenir, junto con que rogasen a Dios por el difunto”.
Era el sonido de la muerte que se expandía desde las torres de las iglesias y cuyas campanas eran el medio de comunicación más importante en el Antiguo Régimen, una especie de emisores sonoros de las ciudades, encargadas de transmitir avisos a la población tanto religiosos como civiles.
Desde el punto de vista civil sus toques representaban el designio de la ley, el orden y la cohesión social. Marcaban el ritmo de la vida cotidiana, las horas del día, las estaciones del año, produciendo un sonido familiar bien conocido por los hombres y mujeres de estos siglos. Era normal, por ejemplo, que las convocatorias de los concejos en Motril se hiciesen a toque de campana y que se convocara con ellas los cabildos abiertos tal y como se hizo para acordar las ordenanzas del acequia en 1560 o para tomar la decisión en 1612 de dejar o quitar la sisa de la carne para la limpieza de la acequia, convocando cabildo abierto haciendo sonar las campana más grande de la iglesia parroquial.
Como designio de la ley y orden, en las ordenanzas que el gobernador político y militar de Motril decreta en 1799, se ordena que al toque de la campana en la hora de ánimas, se cerrasen todas las tabernas y puestos públicos, casas de billar y de otras diversiones públicas
Con los repiques se avisaba a los vecinos de los peligros como en el caso de incendios. Así el 26 de marzo de 1721 a las tres de la tarde un repique general de campanas avisaba a los motrileños que había fuego en los ingenios del Toledano, la Palma y el Viejo y que todos, hombres mujeres y niños, debían acudir prontamente a sofocarlos para evitar que las llamas se propagasen a las casas o a la vega. Convocaban con las campanas a rebato, comunicando a las compañías de vecinos que debían presentarse armados para defender la ciudad de los ataques enemigos, como ocurrió, entre otras mucha veces, el 4 de marzo de 1657, fecha en que el alcalde mayor ordenó tocar la campana de la torre del convento de la Victoria para que los vecinos acudiesen a la playa para prevenir un desembarco de enemigos de dos navíos que se aproximaban al Varadero
Las campanas tamben expandían la alegría y la celebración de fiestas. El 25 de julio de 1545 se celebraría, en Motril, con revuelo de campanas, corridas de toros, juego de cañas y luminarias el nacimiento del príncipe don Carlos. Con campanas se anunciarían las fiestas reales de moros y cristianos que se celebraron el 23 de septiembre de 1613.
En señal de alegría, se hicieron tañer campanas por la toma de posesión de la ermita de la Virgen de la Cabeza por los franciscanos para establecer su convento en 1613, como también se tañerían el día 24 de febrero de 1635 cuando el concejo de la villa tomó propiedad de la ermita como titular efectivo del patronato creado el año anterior.
La torre campanario más importante de Motril fue siempre la de la Iglesia Mayor, ya que como única parroquia ostentaba el elemento rector de los sonidos de las campanas de las demás iglesias, conventos y ermitas. Originariamente la primera parroquia que se erige en Motril en 1492 fue la de Santiago en la calle Zapateros, usándose para ello el edificio de la mezquita mayor musulmana y cuya torre campanario fue su alminar, conocida como la “Torrecilla de Santiago”.
Entre 1510 y 1514 se construye la Iglesia Mayor de Nuestra Señora de la Encarnación en el testero norte de la plaza Mayor, actual plaza de España, ocupando parte del solar de la mezquita al-Çijara, dedicándose para torre el minarete de la mezquita, sobre el que se levantó una tosca estructura de pilares y tabiques poco elevada para el campanario. Posteriormente, sobre 1530, se construiría una torre de planta cuadrada y cuatro cuerpos de alzado, de unos 30 metros de altura y cubierta de tejado a cuatro aguas, adosada a la fachada norte del edificio. A esta nueva torre se trasladarían los esquilones y las cuatro campanas principales, de las cuales la que miraba al terral, le llamaban “Gorda”. Esta fue la torre campanario de la iglesia a todo lo largo de la Edad Moderna, hasta que por su mal estado desde la segunda mitad del siglo XVIII y los daños sufridos en los terremotos de 1804, obligaron a derribar los dos últimos cuerpos y a construir una nueva torre en 1805.
Pero sin duda alguna de entre todos los sonidos de las campanas, ninguno fue atendido con más interés por los hombres y mujeres del Motril de la Edad Moderna que el que anunciaba el fallecimiento de algún vecino. Era el verdadero sonido de la muerte, el sonido lúgubre de las campanas funerarias que extendía de manera muy diáfana el carácter público de la muerte y confería al acontecimiento parte de esa carga de sociabilidad y exhibicionismo típico del Antiguo Régimen. Se trataba de un tañido de lamento que invitaba a orar por el alma del difunto con el propósito de ayudarle en el terrible trance hacia la eternidad y recordaba a los vivos su condición mortal: “que como aquel difunto murió, ellos también han de morir, que la memoria de la muerte es un gran freno para no pecar”.

Las torres de las campanas de la Iglesia Mayor (Foto: El Faro)
El tañido de las campanas constituyó en estos siglos un ingrediente esencial en el ritual funerario y su toque a muerto recibió el nombre de clamoreo y tradicionalmente se hacían tres clamores (un clamor eran cuatro golpes de doble): el primero a la hora de la muerte, el segundo cuando se llevaba el cuerpo a la iglesia y el tercero al darle sepultura.
En la práctica el sonido de la campana se adaptó, al igual que otros elementos del funeral, a la categoría social del difunto. El doble de campanas estuvo asociado al tipo de funeral escogido por el difunto o sus albaceas en el testamento y cualquiera podía identificar el sexo y la posición social y económica del fallecido. No por dejar de existir, el difunto dejaba de merecer el tratamiento adecuado a su dignidad.
A lo largo de la Edad Moderna motrileña se tocó en los entierros a doble a llano o semaneros, es decir tañendo dos campanas con los clamores establecidos sin voltearlas o el doble a pino, donde se tañían las cuatro campanas con los clamores fijados, empinándolas y volteándolas e, incluso, es posible que se hiciera la repetición del doble normal. Se dobló a pino en el entierro de Francisco Gómez vecino de Pataura en 1596; un entierro con doble a llano fue el escogido por Bernarda de Reyes en 1654; Joseph Buente recoge en su testamento, otorgado ante el escribano Pedro Joseph Rincón en 1757, que en el día de su entierro se toque doble a pino y en 1761 María Josefa de Pineda pide en su última voluntad que su entierro sea semanero pero que se toquen las campanas como si fuese a pino. Incluso las cofradías y hermandades motrileñas de esta época recogían expresamente en sus estatutos que tenían la obligación, a la muerte de un hermano, hacer doblar las campanas a pino el día de su entierro.
El tañido de las campanas se convirtió, pues, en un elemento de ostentación social tan exagerado que las constituciones sinodales de los arzobispados tuvieron que regularlos. Así en las constituciones sinodales del Arzobispado de Granada de 1572 ya se reglamentaba perfectamente los toques de difuntos: se daban tres clamores de campana si el difunto eran varón y si era mujer solamente dos. Otro clamor cuando lo traían la iglesia, otro cuando le decían la misa de cuerpo presente y otro cuando lo enterraban. Para los difuntos menores de 10 años se darían solamente 2 clamores, uno en el momento de la muerte y otro en el entierro. No se podría tañer a pino sin licencia del Arzobispo o de su Provisor bajo pena de un ducado, quedando prohibido doblar de noche desde el toque de Oración hasta el alba.
El Manuale Granatense, publicado en 1625, recogía la obligación del párroco de dar aviso la parroquia para, mediante los toques de campana, se diese a conocer a la comunidad la muerte de uno de sus miembros acababa de abandonar este valle de lagrimas que era el paso por esta vida reconfortado, a buen seguro, por los últimos auxilios espirituales que el Viático y la unción de los santos oleos le habrían proporcionado y rogasen a Dios por su alma. Ningún toque de campana, de los muchos que jalonaban la vida diaria, debió atenderse con mayor atención por los motrileños de estos siglos, ninguna otra cadencia sonora concertaría tantos significados, recordando poderosamente a los vecinos su condición de mortal.
Fray Alonso de Vascones, franciscano del convento de Motril, afirmaba que “ningún remedio ay mas eficaz que acostumbrarnos a pensar y a tratar de la muerte y traerla siempre en la memoria, para que cuando venga no nos asombre y la recibamos con buena cara, como quien está acostumbrado a tratar y conversar con ella”.
Y que mejor que la campana de la torre de la parroquia, de la Iglesia Mayor, para recordar constantemente al cristiano motrileño la presencia de la muerte, memento de su propio final.

HECHIZOS DE AMOR EN EL MOTRIL DEL SIGLO XVII
MANOLO DOMÍNGUEZ -Historiador-
La historia de la brujería y la hechicería en Motril y la comarca de la costa están aún por hacer. Es indudable que debió ser muy abundante, tanto por las costumbres tradicionales, muchas de ellas de raigambre morisca, como por la ignorancia y superstición de sus habitantes, como en cualquier otro lugar de la geografía hispánica de la época.
Un estudio a fondo de los documentos de la Inquisición granadina seguramente nos podría mostrar un Motril totalmente desconocido y fascinante, no sólo por lo que respecta al tema que nos ocupa sino por otros muchos como las reminiscencias del mundo musulmán, el criptojudaísmo, los herejes, los protestantes , etc.
Leyendo los procesos inquisitoriales se vislumbra un mundo lleno de vivencias etnologícas, antropológicas, sociales, religiosas y políticas de los motrileños que vivieron hace siglos y cuyas vidas, a través de los documentos históricos, se nos hacen tangibles, desafiando el paso del tiempo, resonando el eco de sus alegrías y sus lamentos de una manera diáfana en nuestros oídos.
Este artículo pretende acercarse al tema de la hechicería en el Motril de la Edad Moderna, en unos momentos en el que la brujería y los hechizos eran algo cotidiano y normal en la vida de los motrileños de antaño.
El hechizo es un acto mágico que pretende producir efectos sobre la realidad mediante procedimientos sobrenaturales, como el uso de conjuros, es de carácter litúrgico o ritual. Cuando el objetivo del hechizo es adivinar el futuro se denomina sortilegio y cuando busca someter la voluntad de otra persona u objeto o influir en ellos, encantamiento, maldición (si es con mala voluntad) o bendición (si es para protección).
La hechicería, esta dentro de lo considerado magia y es, en realidad, una versión popular de la misma. Como sistema mágico, se basa en la suposición que el cosmos es un todo y que existen conexiones ocultas entre los fenómenos naturales. El hechicero o hechicera lo que intentan es controlar o influir en esas conexiones para conseguir unos fines determinados, valiéndose de las propiedades ocultas de plantas, minerales y fluidos con los que  preparaban remedios, filtros amorosos o venenos. Además utilizan unas formulas orales llamadas conjuros que, recitados durante el ritual mágico, aumentan el poder de los preparados.
Las relaciones entre las personas están tejidas por sentimientos como el amor, el odio, la envidia, etc. y por lo tanto, los actos de los hechiceros estarán  inspirados en esas emociones humanas y el hechizo se dirige a obtener resultados benéficos como el amor, sexo, salud, riquezas o a lograr resultados maléficos como la impotencia, enfermedades, ruina y la muerte.
La mayor parte de los practicantes de estas artes eran mujeres y las hechiceras no sólo actuaban con palabras y gestos, sino que necesitaban para sus propósitos una serie de componentes a veces sagrados como oraciones a santos entre los que destacan santa Marta, san Cebrían y san Amador entre otros, las velas, lebrillos con agua, fluidos humanos, hierbas, muñecos de cera y un largo etcétera de elementos. También en la hechicería hora y lugar son importantes. Unos actos se realizaban a media noche otros a las nueve de la noche y tenían que repetirse varias veces. El lugar podía ser la casa, una puerta, un patio, un cementerio, un cruce de caminos o mirando a una determinada estrella. Respecto al espacio, muchas veces se pensaba que había que acotarlo mediante un cerco o circulo que se trazaba con una cuerda y un cuchillo y se rodeaba de candelillas y terminada la retahíla de oraciones, se invocaba al Demonio para asegurar más aún el éxito de la operación.
Y aunque la hechicería no sólo tenía fines amatorios, era lo más habitual y los hechizos y conjuros amorosos son los más conocidos porque aparecen con mucha frecuencia en los procesos realizados por la Inquisición.
Vivian en Motril en 1608 cerca de la actual casa de la Palma dos mujeres, Inés de la Parra y su madrastra Mari González. Con ocasión de la visita realizada ese año a la ciudad por el Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición de Granada, Inés fue acusada de brujería y para su descargo, delató a la madrastra como una hechicera que pretendía enseñarle sus malas artes.
Mari González, aunque casada con el padre de Inés, solía hacer conjuros para atraer a su dormitorio a otros hombres, y para que su marido no se enterase le preparaba un potaje o ensalada con condimentos mágicos y le echaba en las comidas unos extraños polvos, de manera que Nicolás de la Parra quedaba tan hechizado que no se daba cuenta de los muchos hombres que entraban  en su casa.
Aquella mujer tenía metidas dentro del colchón de su cama dos imágenes de Santa Marta, una blanca y una negra, a las que les rezaba la siguiente oración:“Marta, Marta, a la mala digo que no a la santa, a la que por los aires anda, a la que se encadenó y por ella nuestro padre Adán pecó y todos pecamos y al demonio del poyo, al del repoyo, al del repaso y al que suelta al preso, al que acompaña al ahorcado, al diablo cojuelo, al del rastro y al de la carnicería, que todos os juntéis y en el corazón de ………….. entréis”.
Cuando la santa no hacia lo que le pedía, que era proporcionarle un hombre, arrojaba al suelo las imágenes y las pisoteaba.
En otras ocasiones, la hechicera, tomaba siete candelillas de cera y las iba encendiendo una a una y luego las apagaba de la misma forma, diciendo extrañas palabras. Más tarde pedía a santa Elena “Señora Santa Elena, hija sois de rey y reina, en la mar entrasteis los clavos de mi Señor Jesucristo, sacasteis uno, me dicen que los tenéis vos, dádmelo por amor de Dos para clavar el corazón a quien yo quisiere, que me quiera y me ame y me regale y me de lo que ganare”.
En diferentes días, colocaba las siete candelillas alrededor de un lebrillo y colocaba dentro de él varias tejas, o lo que es lo mismo, un dulce hecho de harina y azúcar y otros ingredientes que componen una pasta muy delgada que tiene la forma de ese elemento de cerámica para cubrir los tejados, después escondía el lebrillo debajo de la cama y lo sacaba cada día para realizar la ceremonia de encender y apagar las candelillas. Esto lo hacia durante trece días seguidos, después de los cuales sacaba las tejas y se las daba a Inés para que las pusiese ocultas en algunas casas que ella le indicaba. También algunas noches, a media noche, se colocaba en la entrada de la puerta de su casa y de pie o de rodillas, mirando a las estrellas, rezaba la oración de santa Thaís:”Vos que me hicisteis, ten piedad de mi”.
Hacía también, en algunas fechas determinadas, un cerco redondo con un cuchillo en el suelo y colocaba una vela encendida en su centro, se metía dentro de él y soltándose el cabello invocaba a los demonios diciendo: “Vengan todos presto, presto, que los vea yo venir”.
Además, todos los lunes, miércoles y viernes del año, mandaba a Inés barrer toda la casa y colocar una vela encendida detrás de cada puerta, luego Mari González sahumaba todas las habitaciones quemando sobre unas tejas de barro romero, granos de cilantro, trigo, siempreviva, ruda, zábila y valeriana. Las tejas sobre las que quemaba el sahumerio las metía en vinagre y después de unos días, ordenaba rociar con ese vinagre las puertas de todas las habitaciones de la casa.
Con su hermana Olalla Martínez se juntaba para echar las habas, con las que se trataba de hacer un sortilegio para adivinar el ánimo del ser amado; se tomaban doce habas, seis descortezadas y seis con coronilla y si al tirarlas sobre una mesa, se acercaban las de coronilla a las otras, era prueba que había amor. También practicaban el hechizo de la tijera y el cedazo, clavando una punta de la tijera en el aro del cedazo y la otra punta en cruz, de dejaba colgar el cedazo y según se moviese o se quedara quieto al hacer en voz alta las preguntas sobre lo que se deseaba saber, se obtenía contestación. Para que el encantamiento funcionara se rezaba el siguiente conjuro: “Por san Pedro, por san Juan, por los santos de la corte celestial, si es verdad lo que dijo ………, que ande el cedazo, si no quieto estará”.
Extraños perros entraban, por último, en la casa y Mari le tenía advertido a Inés que no espantase a ninguno, pues eran parte de las hechicerías.
Al final la Inquisición tomó cartas en el asunto y Mari González e Inés de la Parra fueron arrestadas, iniciándoseles proceso por hechicería, magia amorosa y maléfica a la primera y la segunda sólo por hechicería; desconocemos cuales fueron las condenas.
Otro de los casos que, por hechicería, juzgó el tribunal inquisitorial granadino fue el de la motrileña Dominga Pérez en 1607.
Esta mujer soltera que vivía en una casilla dentro del Ingenio Quemado, hoy estaría en la actual plaza del Tranvía, estaba enamoraba y convivía amancebada con un hombre llamado Jerónimo, pero en los últimos meses la relación no iba demasiado bien y el hombre apenas si la visitaba y trataba con ella.
Dominga desesperada, para recuperar el amor de su hombre recurrió a realizar invocaciones a los demonios que le había enseñado una vieja bruja que vivía en la Rambla del Manjón y a la que tenía por maestra. Llamaba a los tres demonios de los zapateros, a los tres de los escribanos, a los tres de los de las pescaderías y a los tres de las encrucijadas. Los invocaba diciendo: “Jerónimo, yo te conjuro, nombrando todos los espíritus referidos, que vengas corriendo y mujer me vengas diciendo”.
Este conjuro lo repetía dos o tres noches seguida a las 12 en punto de la noche y para ello tenía una cazuela con agua y metía el pie derecho descalzo en ella mientras recitaba la invocación. Cuando terminaba el conjuro derramaba el agua en el quicio de la puerta de su casa.
CASA DEL TRIBUNAL DEL SANTO OFICIO DE LA INQUISICIÓN EN MOTRIL (Foto: El Faro)
Como el citado Jerónimo no acudía a visitarla pese al conjuro, Dominga recurrió a un nuevo hechizo para conseguir sus propósitos. Era el conocido como el de las “Nueve Piedras” y consistía en recoger a las 12 de la noche tres piedras del matadero, otras tres del sitio donde estaba la horca y otras tres en una encrucijada de caminos. Con estas piedras la mujer se fue a otra encrucijada, llamada la Cruz de Olmedilla, y allí volvió a realizar invocaciones a los demonios a la medianoche.
Pero tampoco le funcionó el hechizo y el hombre seguía sin aparecer por su casa y la mujer recurrió realizar nuevas invocaciones esta vez encendiendo a medianoche tres velas de cera dentro de su casa y rezar con mucha devoción a Cristo, a la Virgen y a san Juan, pidiéndoles que su amado la correspondiese.
Tampoco las plegarias supersticiosas funcionaron, Jerónimo no volvió a aparecer por la casa de Dominga, pero si que una vecina la denunció por hechicería a la Inquisición.
Dominga fue detenida y el Tribunal del Santo Oficio le abrió proceso por brujería, aunque al final lo suspendió al considerar que era una pobre mujer  presa del desamor.
Otros casos de hechicería fueron los de Isabel Ruiz encausada por hechicera y nigromancia en 1608, ya que hacia curaciones con hierbas y el de la negra María Suárez en 1568, vecina de Pataura, que decían que adoraba a extraños dioses.
Pero no todos los practicantes de los hechizos y conjuros eran mujeres, también algunos hombres fueron juzgados y condenados por estos conocimientos.
A Cristóbal Navarro, de Pataura, se le juzgó en 1583 por superstición, se le dio tormento y le condenaron a seis años de galeras, igual condena que le impusieron en 1614 a Pedro Santacruz, fraile motrileño, acusado de practicar hechicería y ensalmos.
Antonio Genillón, flamenco de origen, que vivía como ermitaño en una gruta cerca de Motril, fue condenado a mediados del siglo XVII por ser protestante y practicar secretos conjuros.
Martín Recharte, inglés vecino de Motril en 1633, se consideraba un gran práctico en localizar tesoros ocultos custodiados por espíritus. Para ello se valía de la tradicional ayuda de un espejo y un pergamino. Hacía en el suelo un círculo y plantaba en medio el espejo y el pergamino y diciendo oraciones y conjuros, así el sitio donde estaba escondido el tesoro se vería reflejado en el espejo. No consiguió encontrar ningún tesoro de los que referían que habían enterrado los moros y judíos cuando se fueron de Motril, pero si que consiguió de la Inquisición cuatro años de mazmorras.
En 1642 Francisco Manuel, de origen portugués pero estante en Motril, fue juzgado por hechicería, conjuros a una estrella y astrología, Era librero en Toledo y seguramente poseería el esotérico libro La Clavícula de Salomón, un grimorio o libro de conocimientos mágicos, cuyo autor supuestamente sería el mismo rey Salomón. En él se muestran múltiples hechizos que requieren de objetos, materiales y condiciones muy particulares, talismanes muy difíciles de construir pero capaces de brindar grandes beneficios a sus portadores, rituales complejos para obtener amor, dinero, suerte, poder o incluso cosas tan extrañas como la invisibilidad y, más que todo, sellos para invocar ángeles y demonios.
Ya en el siglo XVIII, 1787, fue condenado a prisión y secuestro de bienes por practicar conjuros, entre otras cosas, el hermano Ramón de la orden del Buen Pastor, encargada de atender a los enfermos del motrileño hospital de Santa Ana. Un día de gran tormenta conjuró a los cielos, para ello exprimió medio limón en una jarra de agua, le hecho las bendiciones y se la bebió inmediatamente, consiguió así, mencionaban algunos testigos, disipar la tormenta.
Un caso especial fue el de Miguel de Valdeiglesias, cajero del ingenio de la Palma en 1608. Este hombre decía que tenía el don de poder ver y hablar con los muertos y le contó a dos mujeres mayores que había visto y conversado con el espíritu del licenciado Fonseca, que había sido sacerdote beneficiado de la Iglesia Mayor. La primera vez lo había visto abominable y no le quiso hablar y que la segunda vez que se le apareció le había hablado y le dijo que “andaba en penas derramadas” y que estaba en el Purgatorio con cierta persona de Motril. Una de las mujeres le dijo a Valdeiglesias que si lo volvía a ver le preguntase donde estaban el licenciado y la otra ánima y si necesitaban algo. A los tres o cuatro días volvió ha hablar con el fantasma de Fonseca este le dijo que le estaba muy agradecido y que tomase una bula de ánimas para aliviar sus penas y que le mencionase a una persona que le echaba maldiciones que no le dijese ninguna más y que le perdonase. También le dijo que el ánima del otro difunto estaba en el Purgatorio y que le faltaban cuatro años para entrar en el cielo.
Por último, los “saludadores” completan la lista de brujas, hechiceros, ensalmadores y exorcistas a los que la Inquisición procuró reprimir sus prácticas, a veces con muy poco éxito por la limitada capacidad de la medicina de estos siglos y la creencia de que lo sobrenatural tenía una gran influencia directa en la salud.
El termino “saludador” definía a unas personas especiales que daban, según las creencias antiguas, salud, pero que tenían, a diferencia de los curanderos, ciertas peculiaridades que los distinguían del común de los mortales, incluso desde el mismo momento de su nacimiento o durante el periodo prenatal, ya que en estos individuos habían de concurrir unas circunstancias que les permitirán ser incluidos en este gremio, ganándose el respeto y la veneración de sus vecinos.
El saludador recibía sus poderes sobrenaturales desde el mismo momento de la concepción, como haber nacido en la noche de Navidad o el Viernes Santo, ser el séptimo hijo varón de un matrimonio cuyos seis hijos anteriores también fuesen varones, haber llorado en el vientre de la madre o nacer con el cordón umbilical sobre la cabeza.
El saludador era considerado casi un santo, familiar de santa Quiteria o de santa Catalina y poseían algunos una marca distintiva consistente en mancha en forma de cruz en el paladar, que le otorgaba a su saliva un gran poder terapéutico.
Eran contratados por ayuntamientos, labradores, cofradías y particulares para curar epidemias del ganado o sanar animales enfermos, pero su especialidad principal era tratar la rabia tanto en las personas como en los animales. La cruz en su boca le confería esas virtudes antirrábicas a su saliva y a su aliento, por lo que los aplicaban a las mordeduras mientras recitaba conjuros y oraciones.
Además, sus poderes también incluían el dominio sobre el fuego; podían caminar sobre las brasas sin quemarse, meter las manos en aceite hirviendo, entrar en un horno encendido o coger un hierro a rojo vivo. También tenían la capacidad de parar las tormentas y el granizo, hacer que lloviese e incluso adivinar el futuro y consultar el pasado.
El Ayuntamiento de Motril, al igual que muchos otros, recurrió en varias ocasiones a lo largo de la Edad Moderna a los saludadores, especialmente cuando había sequías o tormentas importantes como fue en 1540 debido a una gran sequía que amenazaba con destruir totalmente la cosecha de cañas y en 1619 cuando unas fuertes tormentas ocurridas en octubre habían desbordado el río, roto la acequia y las ramblas amenazaban con inundar la población.
También en 1556 el Concejo municipal consideró que era necesario buscar un saludador porque que había rabia entre los perros vagabundos y querían evitar el contagio a animales y personas. Acordaron contratar a un famoso saludador de Adra llamado Gaspar Dolocerus por un sueldo de 3 ducados anuales, con la obligación de  visitar Motril una vez al año o cuando hubiese algún caso de rabia.
Pero el caso más curioso acaecido con un saludador en nuestra ciudad, fue el ocurrido a fines del siglo XVI, sobre 1590, estando de corregidor, de la entonces villa, el licenciado Salguero Manosalbas. El citado saludador motrileño era un niño de unos trece años que para probar que tenia poderes especiales, hizo encender un horno en la alfarería existente en las afueras de Motril, cercana al camino de las Ventillas. El niño, cuyo nombre no ha quedado recogido en los documentos antiguos, hizo cargar el horno con muchas más leña de lo necesario y cuando estaba todo ardiendo y el suelo y las paredes casi incandescentes, se colocó delante de la boca del horno y dando tres soplidos en forma de cruz se metió dentro y tras estar largo rato paseándose por su interior, salió luego sin recibir ni siquiera una sola quemadura. El corregidor hizo que cinco escribanos dieran fe de lo sucedido y como testigos estuvieron presentes todo el pueblo, los capitanes de la gente de guerra y el vicario de la Iglesia Mayor; asombrados todos ante tal prodigio.
Motril, a lo largo de la Edad Moderna, siguió, en líneas generales, el mismo proceso con respecto a la brujería, hechicería y supersticiones, que prácticamente todos  los pueblos de España. Al abrigo de tenebrosos hechizos, conjuros, oraciones y salmos, apareció toda una legión muy arraigada de brujas, hechiceros, nigromantes, adivinos, sanadores, astrólogos, que se afirmaban como poseedores de ciertos poderes y conocedores de desconcertantes, turbadores, enigmáticos, pavorosos y malignos misterios de la magia, de los sortilegios y de la hechicería.
Es otra visión de historia local de Motril que esperamos haber abierto para entender el pasado de nuestra ciudad y de la vida cotidiana de los motrileños y que merecería la pena conocer mucho mejor.



CUENTOS DE ADA GARCIA


El relato de una noche de verano I.
Sombras en la casa.

Ocurrió hace ya más de cuarenta años. Y si me apuráis, diré que casi hasta más de cincuenta.
Una oscura tarde de marzo de 1948 a la señora Luciana se le cayó media pared de la cocina durante una fuerte tormenta y la pobre mujer casi va al cielo del tirón. Después de aquel lamentable suceso vinieron otros parecidos en los años siguientes: ventanas que se caían de viejas; grietas abiertas en los altos techos; humedades por aquí y por allá, y que provocaban la caída del enlucido y de lámparas y cuadros; tuberías por donde salían ratas, babosas y otros seres aún más espeluznantes. La señora Luciana, su marido, y sus tres hijos, fueron los primeros en marcharse de aquel viejo portal que las personas más ancianas recordaban ya viejo en su nebulosa juventud.
Construido a finales del siglo XIX en una calle no demasiado céntrica de la ciudad de Burgos, la vivienda número 29 constaba de tres amplios pisos con baño -un verdadero lujo para la época en la que fue construido-, cocina con puerta de servicio, patio lavadero, techos altísimos, molduras de fina escayola, simulando agujas de catedral gótica, hojas de arce, uvas, y dioses griegos de grandiosa pero imperfecta belleza; hermosas escaleras de forja; madera noble en el pavimento; terraza y ventanas grandes que le daban luz y esplendor a las tres habitaciones y al salón comedor de la vivienda. Pero todo esplendor, por muy intenso que parezca, ya lo dijo Wordsworth, poco a poco, en el pesado y feroz transcurrir del tiempo, va desapareciendo, hasta perdurar tan sólo en un recuerdo.
Aunque el resplandor que
En otro tiempo fue tan brillante
Hoy esté por siempre oculto a mis miradas
Aunque mis ojos ya no
Puedan ver ese puro destello
Que en mi juventud me deslumbraba
Aunque nada pueda hacer por
Volver a la hora del esplendor en la hierba,
De la gloria en las flores,
No debemos afligirnos
Porqué la belleza
Subsiste siempre en el recuerdo.
De manera que un día de finales de 1964, aparecieron por fin expertos peritos del ayuntamiento y dijeron al cabo de una semana de estudios muy probos y concluyentes, que aquellos pisos estaban en ruinas, aquejados de goteras, ratas y otras cosas más, muy técnicas y muy pesimistas. Lo peor era que había que precintar inmediatamente el edificio, aunque las ultimas vecinas que quedaban en la desvencijada vivienda eran las señoras bisabuelas Miranda y Aranda Belladona Castro, ya que los demás vecinos se habían ido marchado... o muriendo de viejos.
Jaime y yo almorzábamos felizmente en un elegante restaurante frente a aquella casa una calurosa tarde de julio, muchos, muchos años después de que hubiesen lapidado la puerta del portal, los bajos y las ventanas del primer piso, una calurosa tarde de julio. Oscuros vencejos volaban pesadamente sobre las tierras amarillas y verdes de Castilla. Mientras bebíamos dichosamente por nuestro amor, fascinada con aquel gris y añejo inmueble, que misteriosamente no habían llegado a demoler, y que tanto contrastaba con las nuevas y brillantes edificaciones a ambos lados de sus muros, imaginaba vidas, días, fotos, alegrías, que se vivieron entre aquellas paredes que fueron testigos mudos de esos tres pisos desde hacía tanto tiempo abandonados. Entonces, sin saber muy bien de donde había salido, una ancianita menuda, blanca como la sal, de pequeño y níveo moño sobre su diminuta cabeza, se acercó hasta nosotros, nos pidió una dádiva para santa Águeda, y tras pedirnos permiso, se sentó a nuestra mesa,. Quiso un vaso de vino de Toro, para entonarse, dijo.
“Miren ustedes jóvenes, la verdadera luz sale de la más profunda oscuridad. La luz que ciega y a pesar de eso, nos hace ver con más claridad que nunca. Yo vivía en esa casa… y mi hermana Aranda también. Desde que nacimos, ya ven ustedes. Pero un día vinieron a cerrarnos la vivienda. ¡Los muy ladrones! ¡A dos viejas tan viejas como nosotras nos querían quitar nuestra casa! Qué estaba en ruinas ellos lo habían provocado sin mover un dedo en muchos años para evitarlo. ¡Maldición! ¡Si la hubiesen arreglado el mismo día que a la señora Luciana le cayó una parte de su cocina y casi la pilla dentro...! Pues eso, que vinieron hace ya mucho, creo que por el 68, no lo recuerdo muy bien, pero más o menos… Los bomberos, los peritos, la chusma del ayuntamiento… ala, a la fuerza a sacarnos a las dos vecinas que quedábamos que no nos daba la real gana de irnos porque esa era nuestra casa. Pues esa gentuza, como les digo, a la fuerza subieron hasta nuestro piso, en la tercera planta, y metiendo sus botazas y sus sucias manos entre nuestras primorosas sábanas, tapetes, cortinas, libros, macetas,… fueron guardándolas en cajas de cartón y bajándolas a la calle a un camión de mudanzas. ¡Uyy! ¡Cada vez que me acuerdo me da algo!
— ¡Yo no me voy de aquí! ¡Esta es nuestra casa y lo será siempre! ¡Que lo sepáis, pandilla de intrigantes! ¡Cuatreros, más que cuatreros! ¡Qué solo os interesa nuestros ajuares, y nuestros dineros! ¡Ay, si padre viviese no os atreveríais a hacer esto!
—Señora Miranda Belladona, este edificio lo van a precintar, mientras estudian como arreglarlo porque ya ve usted que se cae a pedazos.
— ¡Cabrones! ¡Se cae a pedazos desde el año 48! ¡Haberlo arreglado antes!
La enfermera me cogía las manos mientras los bomberos pegaban trastarazos a las paredes.
—Le van a hacer obras en condiciones, señora… ¿Ve? Ese señor de ahí abajo. Asómese usted a la ventana. Pues ese señor es un perito del ayuntamiento. Además, mientras tanto, usted y su hermana Miranda se van a un piso nuevo precioso con vistas a la estatua del Cid.
— ¡Qué le den morcilla al Cid, al perito del ayuntamiento, y a usted! ¿Y mi hermana? ¡Miranda! ¡Miranda!
Pero a la pobrecilla de Aranda, diez años más vieja que yo, casi, casi en el siglo, y mucho más remilgada, no soportó aquél disgusto de ver sus cosas metidas en contra de su voluntad en burdas cajas de cartón, ni de dejar su piso, y al sentarse en su mecedora para llorar a gusto, mientras los bomberos y los de la mudanza iban y venían a sus anchas por su casa, le dio un pasmo y ya nunca más volvió a levantarse. Recuerdo aquella mirada suya oscurecida por el odio y la desesperación.
De manera que tras este espantoso suceso, fui sacada a la fuerza por enfermeras y bomberos de mi casa. Por supuesto, enloquecida y presa de una rabia absolutamente comprensible, dadas las circunstancias. Si, si, no me miren así, jóvenes, les di que hacer todo el camino a los de la ambulancia. Después me llevaron a un hospital muy feo y muy blanco a que me pusieran dos o tres inyecciones de esas que te calman tanto, que te dejan convertida en una maceta. Pero a los pocos días me llevaron a una casa nueva, desde la cual veo, por la ventana de la cocina, la estatua del Cid. Bueno. Esta ha sido mi historia. Espero que no os haya aburrido demasiado. Gracias por la copita de vino. Muy rica… me voy ya… buenas tardes, que sean ustedes muy felices jóvenes…”
Y salió a la lánguida luz de la tarde, y a la calle, una calle alejada del casco histórico de Burgos, la misma calle donde había estado su casa durante casi toda su vida.
El hombre al que amaba y yo nos quedamos alucinando con esta señora y su historia; pero nuestra sorpresa fue aún mayor cuando él se puso a calcular cuantos años tendría ahora una señora que en 1968 tenía 85.
La evidencia nos dejó helados. La buena señora tenía nada más y nada menos que 133 años… ¡Imposible!
—Vamos a aclarar este misterio ahora mismo, Claudia.
Dijo. Y enseguida llamó a una de las camareras que nos habían atendido y que era en realidad la dueña del restaurante. Y mientras él pagaba la cuenta, le preguntamos si conocía a la viejecita que había estado hablando con nosotros sentada a nuestra mesa
— ¿Viejecita? ¿Qué viejecita? Yo no he visto a nadie en vuestra mesa, chicos.
— ¿Cómo que no…? Una señora muy anciana que pidió vino y ha estado hablando con nosotros por lo menos una hora… usted se acercó y sirvió los cafés y la copa de vino de Toro a esa señora.
— Me pediste vino. Es cierto, claro. Y os lo sirvió María. Pero en la mesa dónde estabais sentados yo no he visto a nadie más que a vosotros toda la tarde. Nadie más. No puede jurar si estuvo con vosotros otra persona, porque a la hora de la comida tengo mucho trabajo. Pero, desde luego, las veces que me he acercado por vuestra mesa, no he visto a nadie más que a vosotros dos.
Él y yo nos miramos directamente a los ojos, una franca y amplia mirada de sorpresa, y muy a pesar nuestro, un escalofrío involuntario levantó el vello sobre nuestra piel.
—No puede ser… Debe haber alguna explicación lógica… Ha estado con nosotros una hora al menos. Entró sin que la viéramos llegar, y cuando nos quisimos dar cuenta, ya teníamos a esa locuaz y misteriosa ancianita sentada a nuestra mesa. Usted se acercó para preguntarnos si deseábamos algo más. Entonces la desconocida anciana le contestó sonriendo que una copa de vino. Jaime pidió una cerveza y yo un helado. Al rato apareció la camarera con el vino, el helado y la cerveza.
— ¡María, ven! ¿Quién era la señora que estaba sentada con estos chicos y que te pidió una copa de vino?
— ¿No me la pediste tu? Creo, no sé…. Si que él me pidió cerveza, un helado ella, y después alguien dijo “y una copa de vino, por favor” pero como no vi a nadie más en la mesa supuse que lo había pedido él.
Entonces, cuando dueña y camarera comenzaban a mirarnos ya como quién mira a un perro verde, o a un político honrado, un tipo sentado a la barra con pintas de peregrino a Santiago, incluida vieira, calabaza y sandalias, y con muchos años sobre sus huesos, dejó su sidra un momentito aparcada en la barra, se giró y gritó con la cara colorada y radiante:
— ¡Ay mozos! ¡Que eso va a ser otra vez los fantasmas de las hermanas Belladona Castro haciendo de las suyas…!
— ¿Fantasmas?
Pregunté yo sin dar mucho crédito al hombre de la vieira.
— ¡Jajaja! ¡Eso es, fantasmas y buenos fantasmas que son!
— Pero qué nos dice usted buen hombre…
— ¿No salen los fantasmas sólo por la noche, señor Cipriano?
Preguntó la camarera que por lo visto ya conocía al personaje.
El hombre dio un sorbo tan tremendo a su vaso de sidra que se la acabó del todo. Luego dijo alegremente sentándose tranquilamente a una mesa lejos de los demás comensales…
— ¡Que va, que va…! ¡Esos serán los fantasmas de los cuentos y de las “piliculas” porque a los de verdad…! ¡Jajajaja, a esos les gusta la luz del día como al que más!
Y nos invitó a Jaime y a mi sentarnos con él, ante sendos vasos de sidra, y nos invitó a escuchar su peregrina historia. La dueña, a la cual las historias de viejas y aparecidos no le interesaban absolutamente nada, siguió su trabajo por aquí y por allá. Y la camarera, María, una chica con el pelo color caoba y gafas de pasta negra, tras servirnos la sidra, se sentó tranquilamente con nosotros a escuchar, porque ya había terminado su horario laboral, y a ella si le gustaban los cuentos de miedo.
“Pues esto es así, mozos, y no me vayáis a interrumpir para nada antes de terminar, ¿eh? Os cuento… Tras la forzosa salida del último vecino de ese portal, y lejos de meterse a obras para arreglar y adecentar los destartalados tres pisos de la calle Santa Águeda, el ayuntamiento –ya se sabe que los políticos donde dijeron digo dicen luego diego-, al cabo de tres o cuatro años, optó por lapidar la entrada, los bajos y la primera planta para evitar que ocurriese algún accidente a algún okupa despistado. Así que poco a poco su aspecto fue adquiriendo ese lóbrego e inquietante aire que tienen casi todas las casas abandonadas. Los vecinos que quedaron, las hermanas Belladona Castro, fueron sacadas a la fuerza… bueno, Miranda, porque Aranda no pudo soportar tanta tristeza. Pero su hermana Miranda no tardó mucho en seguirla, al fin y al cabo más que octogenarias… ¡Cómo yo! ¡Jajaja….! En fin que una noche, en la habitación donde Aranda había dormido por más de cuarenta años, y en la silla de la misma donde una tarde se sentó para no volverse a levantar, apareció una sombra. Una sombra tan parecida a Aranda que cualquiera hubiese dicho que era ella.
La sombra fantasmal se levantó lentamente de la raída y polvorienta silla de caoba y brocado verde inglés, dirigiéndose a la cocina y encendió una vela. Luego, como si la hubiese estado esperando, como si hubiese presentido su llegada, saludó momentos antes de verla aparecer, a su hermana Miranda al lado del fuego de la vela.
Y ambas se pusieron a recorrer las oscuras estancias de la casa, como si nunca hubiese ocurrido nada. Aquellos treinta años atrás no habían existido. Desde entonces, algunos las han visto charlar con este o con aquel. Y no son pocos los que afirman ver luces tras las persianas del tercer piso. Y hasta voces… ¡Bueno! Pues ya sabéis quién era esa ancianita charlatana que ha estado con vosotros tomando un vino esta tarde. No, no pongáis esas caras… ¡Los fantasmas existen! ¡Vaya que si!”
Cerca de las doce de la noche de un mes de noviembre especialmente frío, alertados por algún que otro vecino supuestamente borracho que decía haber visto algo tras la luz, de los viejos y grises visillos de las ventanas del tercer piso, una pareja de policías locales hacían la ronda en el lugar
— Serán otra vez esos okupas bromistas seguramente…
— ¿Tu crees?
— ¡Vamos, hombre! ¿No me irás a decir ahora que crees en fantasmas?
—Oye Paco, mi mujer se escucha todos los domingos Espacio en Blanco, y ahí, tío, salen cosas que no son tan fáciles de explicar con los argumentos de la razón y la ciencia. Y no es la primera vez que nos han llamado alertados por luces, voces y ruidos provenientes de esta vivienda vacía desde el año de la maricastaña… La gente dice que hay fantasmas…
— ¡Bah! Mira Alberto estas ventanas fueron tapiadas cuando yo era apenas un mocoso. Hasta el primer piso el edificio está cerrado a cal y canto. Ya lo ves. Yo creo que nadie en su sano juicio se aventuraría a trepar peligrosamente hasta el segundo, porque ahí dentro ya no hay más que ratas, polvo y carcoma…
—Nadie en su sano juicio dices... Claro, sin embargo…
— ¡Bueno, basta ya! ¡Nos mandan a hacer un reconocimiento y vamos a hacerlo, joder!
—Yo… ya sabes tu que me enfrento con cualquier quinqui que sea, con el cabrón que haga falta, con un vivo, siempre…. Ahora que con el tema aparecidos…. ¿Quién te dice a ti que las personas nos vamos para siempre? ¿Quién te dice a ti que no hay algo sobrenatural ahí arriba, no me preguntes el qué por favor, qué ni yo mismo sé explicarme bien…, que no nos deja marcharnos para siempre y descansar en paz? En este portal, ya lo sabes, vivieron hace muchos años dos hermanas que al tenerse que marchar involuntariamente de su hogar, debido a lo avanzado de la edad que tenían ya, tanto ellas como la casa donde vivían, murieron de la pena. Y dicen que están ahí arriba, en el tercer pìso… con sus luces, sus sombras, y sus voces llamándose la una  la otra.
— ¡Jajaja….! ¡Anda que vaya policía local que estas tu hecho Alberto! Ahora mismo vamos a dar una vuelta por aquí y después nos vamos a Torreros a tomarnos un café. En cuanto a lo de los fantasmas…. Nunca me preocuparon los cuentos de misterio, espectros o aparecidos. El más allá es todo cuentos de viejas y de cuatro chalaos que no saben en que ocupar su extenso tiempo libre... Anda vamos; aún eres demasiado joven… ¡Joder qué juventud está!
Los dos policías siguieron su ruta y la noche volvió a ser callada y limpia. Las campanas de la catedral tañeron lenta, lejanamente, doce campanadas que retumbaron en cada piedra, en cada esquina, en cada calle. Mientras, arriba en el tercer piso, las hermanas Belladona Castro, Miranda y Aranda, deambulaban de acá para allá poniendo sus trastos en condiciones, regando sus macetas, releyendo sus cartas…. Pero no había ni trastos, ni macetas, ni cartas ya… sólo sombras que como el viento negro de las noches más oscuras y frías, recorrían la casa susurrando nombres que ya eran polvo.
Ada García, Julio 2017, Burgos-Madrid.



Carmen Gómez 

El secreto de las dos estatuas.

LA PROVINCIA DE GRANADA está plagada de mito y misterio. Guarecidas en sus pequeñas pedanías o en la grandiosa capital, las antiguas historias nos llevan a tiempos pasados, donde magia y realidad, nos salen al paso. Y en esta ocasión, por qué no, quise traer en el zurrón un cuento que habla sobre la fortaleza de las fortalezas, de la Alhambra.
Hace mucho, mucho tiempo, vivió en la Alhambra un gracioso hombrecillo de nombre Lope Sánchez, que trabajaba en los jardines. Por entre las fuentes y los frutales, a menudo canturreaba viejas melodías que lo convertían en el alma que iluminaba aquel lugar. Al concluir sus tareas, se sentaba en un banco de piedra y, al son de la guitarra, entonaba melancólicos romances.
Una mágica noche de San Juan, los habitantes de la Alhambra, subieron a la Montaña del Sol, elegantemente erguida detrás del Generalife, con la intención de celebrar la verbena. Allí, el propio Lope Sánchez, se entregó con su guitarra al jolgorio. Mientras tanto, su hija Sanchica y unas amigas, se alejaron para dar un paseo entre las ruinas de un antiguo castillo moro, y la primera de ellas, acertó a topar con una estatua de azabache de peculiar morfología: se trataba de una mano cerrada con el pulgar fuertemente aplastado contra los demás dedos. Exultante de alegría, la chiquilla tomó aquel tesoro y corrió al encuentro de su madre, sin saber que, aquel presunto amuleto, despertaría las habladurías de los más supersticiosos. Inmersos en discusiones sobre la naturaleza del hallazgo, un caballero que había servido en África rompió los cuchicheos afirmando que se trataba de un talismán de gran virtud contra hechizos y maleficios.
Teniendo muy presentes aquellas palabras, la madre, ató un cordel a la mano prodigiosa y la puso al cuello de Sanchica que lo mostró a vista de todos. Esto no hizo más que acrecentar las ya acaloradas discusiones sobre el objeto y una anciana, incluso, contó una larga historia sobre un palacio subterráneo que aguardaba oculto en el interior de la montaña, al fondo de una gruta, donde Boabdil y su corte, vivían encantados.
La muchacha, encandilada por la fascinante historia y llevada por la curiosidad, sintió la necesidad de acercarse a aquella gruta que la llevaría, quién sabe si a otro mundo. Se apartó del gentío y caminó entre las ruinas, buscando en la oscuridad. Tras el pesaroso caminar, por fin encontró la cavidad a la que se precipitó, en el fondo de la cual, cayó al agua.
Todo parecía tranquilo. Pero, como si algo aparentemente en reposo, hubiera despertado de improviso, se escuchó un rumor cada vez más fuerte. Como si de un enjambre de furiosas abejas se tratara, el ruido se convirtió en ensordecedor, y a ello se unieron los golpes sordos de armas invisibles y toques de corneta, como si un ejército estuviera librando una batalla allí mismo, en el interior de la montaña.
La muchacha, muy asustada, escapó del lugar y fue en busca de sus padres y amigos, pero ya nadie quedaba, los restos de las hogueras humeaban y solo reinaba el silencio. Como a sus gritos nadie contestaba, Sanchica inició el regreso a casa por los jardines del Generalife hasta llegar a la alameda que conduce a la Alhambra donde se sentó para retomar el aliento.
La noche era todo placidez y sosiego.
Entonces, súbitamente, Sanchica vio aparecer a lo lejos una cabalgata de guerreros moros que descendían la vertiente de la montaña. A ellos seguía un séquito de cortesanos ricamente vestidos y, en medio de todos ellos, el rey Boabdil el Chico, caminaba solemnemente. Pasaron a su lado, sin prestarle atención alguna, y ella se dispuso a seguirlos. La cabalgata entró por la gran Puerta de la Justicia que estaba abierta de par en par. Pero la muchacha, avistó una entrada en el suelo que se habría paso hasta los cimientos de la torre. De modo que tomó ese sendero. Siguiendo el camino, subió una escalera labrada en la roca y cruzó un pasadizo abovedado hasta topar, al fin, con un enorme salón excavado en el mismo corazón de la montaña. Sentado en un diván había un viejo dormido, junto al cual, una bella joven, tañía una lira de plata. Todo esto trajo a la mente de Sanchica los rumores de la historia de una princesa cristiana encerrada en la montaña por un mago árabe a quien mantenía dormido con el encanto de la música.
La dama, sorprendida por tan inesperada visita, dejó el instrumento y le preguntó a Sanchica si era aquella la noche de San Juan, momento en que el hechizo que allí la mantenía atada, se rompía. Al comprobar sus sospechas, la dama, exultante de gozo, rogó a la muchacha que frotara el amuleto que llevaba colgado y, tras esto, las cadenas que la sujetaban, quedaron rotas. Entonces, tomadas de la mano, tomaron camino hacia la superficie.
Al acercarse al portal que daba a la Torre de Comares, vieron a cada lado de la puerta dos bellísimas ninfas de alabastro. Ambas mantenían la mirada fija en un lado de la bóveda. La dama encantada juró a Sanchica que aquellas figuras eran guardianas del tesoro que un rey moro había escondido hacía siglos y que sus miradas guarecían el camino a la fortuna. Y, tras esto, con el alba, la dama se despidió de la niña y se esfumó.
Sanchica puso rumbo a casa de sus padres, donde refirió todo lo que había visto y oído, pero nadie quiso hacer caso de su fantástico relato, tomándolo nada más que por un cuento propio de una mente inquieta y juguetona. Pero tanto insistió la pequeña que Lope Sánchez empezó a tomar en serio la mágica historia. Así las cosas, marchó a la Alhambra y, una vez allí, se deleitó en la observación de las estatuas buscando desvelar su antiguo secreto. Al anochecer, acompañado de su hija y de un poderoso pico, se dirigió a la Torre de Comares. Allí, golpeó con contundencia la pared hasta abrir un agujero por el que emergía el resplandor de unas monedas de oro contenidas en dos jarrones de porcelana que pudo retirar gracias al amuleto de su hija.
Cargados con aquellas riquezas, volvieron a casa. Pero, lejos de sentirse afortunado, Lope Sánchez pasaba sus días pesaroso, cavilando el mejor modo de ocultar a las gentes el inmenso tesoro que ahora poseía. Sus vecinos, al verlo así, creyeron que se trataba de todo lo contrario y que la familia del pobre Lope no tenía ni una moneda, sin saber que su única calamidad, precisamente, era la riqueza.
Tras mucho pensar, Lope y su esposa tomaron una decisión. Cierta noche, amparados en la oscuridad y el silencio, cargaron un burro con su tesoro y abandonaron la ciudad de Granada con gran sigilo. Nunca más se supo de ellos.
Una historia de magia, de tesoros y damas encantadas. Porque Granada es y será dueña de las más curiosas leyendas.

Carmen Gómez


La higuera encantada.

HACE MUCHO TIEMPO, vivió en la hermosa ciudad de Granada, en concreto, en el encantador barrio del Albaicín, una mujer tan vieja como el tiempo y tan hosca como las alimañas, llamada María Tomillo.
La anciana era objeto de miradas indiscretas por parte de sus vecinos que la tenían por un ser extraño, lleno de secretos, que no amaba a nadie salvo a los árboles de su huerto, de entre los que destacaba una exuberante higuera. Los niños del barrio gustaban de saltar al interior de aquel jardín, y trepar por los troncos para robar los sabrosos higos. Pero María Tomillo los cazaba y perseguía a voz en grito, lanzando piedras y blasfemias.
Cansada ya de semejantes asaltos, conjuró un pacto con el propio Diablo para que aquel árbol quedara para siempre hechizado y nadie pudiera probar sus dulces frutos. Desde ese momento se tornaron de un amargor terrible y la sombra de aquel árbol maldito también se tornó maléfica, de suerte que, aquello que se cobijaban en ella, sufrían enfermedades desconocidas.
Los años pasaron sin que nadie volviese a probar los frutos de María Tomillo, y en esto que un día, la vieja murió. Desde la misma noche en que su alma dejó este mundo, empezaron a escucharse ruidos en el aljibe del huerto, sonidos que helaban la sangre con el tañer de las campanas de media noche. Y, como no podía ser de otro modo, el tenebroso fenómeno fue achacado al espíritu de María Tomillo que seguía guardando su huerto desde el otro lado.
Unas vecinas, curiosas ante tanto misterio, se reunieron en casa de una de ellas y, desde la ventana que daba al huerto, observaron cómo salía del aljibe la sombra de la vieja, profiriendo agudos chillidos mientras rodeaba la higuera encantada que, como por arte de magia, se iba cubriendo de dorados frutos. El vagar de María Tomillo pronto fue acompañado por el de otras sombras, a las que obsequiaba con los higos, mientras danzaban entorno al árbol. Cuando ya se hubieron saciado, iniciaron una misteriosa danza alrededor de la higuera, acelerando el paso a cada instante, y así siguieron, hasta que el alba clareó el cielo. Entonces, la vieja se tornó lechuza y, rompiendo el silencio con un graznido temible, se precipitó al aljibe. Las demás sombras también se convirtieron en pajarracos, que picotearon sin piedad el árbol hasta que lanzó lastimeros gemidos y, después, desaparecieron siguiendo el camino de la lechuza.
Las mujeres, aterrorizadas, volvieron a sus casas, refiriendo todo aquello que había visto. Algunos de sus hijos, que no creían las palabras que referían sus madres, volvieron al huerto la noche siguiente, y taparon el aljibe para comprobar si aquellas sombras eran tan temibles como se decía. Pero estas, se filtraron por los recovecos y golpearon a los muchachos que hubieron de ser curados de sus lesiones.
La Iglesia, finalmente, tomó cartas en el asunto. Se exorcizó el lugar y se cortaron los árboles del huerto, para extirpar así aquella maléfica sombra que María Tomillo había cernido sobre el lugar. Pero aquella higuera, incansablemente, siempre resurgía.
Y, tras tanto tiempo, allí sigue el Aljibe de la Vieja, al que aun se acude pasada la media noche, esperando que la sombra aparezca y reparta sus higos de oro.


Carmen Gómez



Me he esforzado por mostrar a la bruja como era realmente: un ser maligno; una plaga y un parásito de la sociedad; devota de un credo aborrecible y obsceno; maestra en el envenenamiento, el chantaje y otros crímenes abyectos.







La Derrota de las Brujas. Agostino Veneziano.
Quizá esas palabras ejemplifiquen perfectamente un sentimiento general, natural, en un mundo que se nos presenta como oscuro y brumoso, donde la historia se mezcla con la fantasía y se nos habla de una figurada batalla entre las fuerzas del Bien y del Mal. Fueron lanzadas en 1920 por el autor Montague Summers, que amparado en las caducas ideas del siglo XVI, habla de la bruja como el peor de los azotes de la sociedad, organizadora de un credo diabólico que extendía sus tentáculos silenciosamente a expensas de los denodados justicieros del clero. En realidad, esa sensación de rechazo ha sido a menudo reiterada en innumerables tratados, que a lo largo de la historia han maltratado a la figura del ser sabio que escapaba a la común ley impuesta. Y en esa maraña de datos, opiniones y prejuicios, encontramos posturas difícilmente asimilables entre sí: Johann Weyer encauzó sus teorías hacia un punto puramente patológico, tachando a las acusadas de enfermas mentales; W. R. Thethowan, defiende que la figura de la bruja surge como una canalización del deseo sexual frustrado de la curia célibe; y Henry Charles Lea niega la existencia de la bruja, en absoluto. Se trataría esta, en su caso, de una invención eclesiástica para mantener el poder.
Esas son algunas de las hipótesis que se barajan, pero son muchas otras las que han hecho correr ríos de tinta, en tanto han sido innumerables los estudiosos que se han interesado por el fenómeno de la brujería desde muy diversos puntos, a saber: la teología, la antropología, el derecho o la medicina. Con estos precedentes, parece ser empresa ardua poner un poco de orden y claridad en un tema que ha generado tan convulsas opiniones. No obstante, no han de perderse de vista las implicaciones profundas del fenómeno: la historia de la brujería no se reduce a una batalla dialéctica, a la búsqueda de unas bases epistemológicas, va mucho más allá, hablamos de personas, cuya figura fue embestida por un mastodonte ideológico que sembró más miseria y muerte donde ya los había. La teoría se fundamenta sobre hechos, en muchos casos, atroces.
Echando mucho la vista atrás, nos encontramos con que los primeros coqueteos con la magia se presentan en épocas tan remotas como el Neolítico, allí donde enraizaba el culto a una divinidad femenina, una Diosa Madre, dueña del mundo, encarnada en la Naturaleza. Estos antiquísimos antepasados ya dan testimonio de rituales mágicos, intentonas, en cualquier caso, de dominar el elemento salvaje y utilizarlo en beneficio propio. La magia, la hechicería, se extienden como un fenómeno intercultural, previo a la propia religión tal cual hoy la conocemos.
Y en ese sentido, es su espíritu del todo incombustible al paso de los años. En Grecia o Roma, vemos cómo se utilizan a menudo procedimientos reputadamente mágicos para lograr fines tan diversos como aumentar los bienes, curar enfermedades o producir lluvias. Mas no debemos olvidar la magia de intenciones ilegítimas. Era frecuentísimo achacar la muerte a encantamientos.  Fueron muchos los autores que en sus tratados hablaron de la magia, un término que hoy nos parece tan sugestivo, como algo totalmente natural, y se conmina al malvado a abandonar sus prácticas por ser punibles con la misma muerte o se aconseja al campesino que no se deje llevar ciegamente por los consejos del adivino o la hechicera.
Llegados a este punto, debemos señalar que indefectiblemente, la magia no solo está ligada al propio hecho mágico, sino también a su intencionalidad última. Los hechiceros modulan las fuerzas ajenas a su poder en beneficio o perjuicio propio o de otros, y en ese sentido, otras connotaciones jugarían un papel importante en los siglos que siguieron. A decir verdad,
nos encontramos ante una situación en la que es mucho más importante lo que se dice del sujeto que lo que él mismo hace. Así, mientras tradicionalmente se asociaba la figura del brujo o bruja, que podríamos llamar folclóricos, a un ser sabio, un hechicero, conocedor de las fuerzas secretas de la naturaleza, adivino, poco a poco, toma fuerza una nueva concepción contraria y estigmatizada del brujo o bruja, que en este caso serían satánicos, influenciada por el cristianismo, en el que los poderes sobrenaturales tradicionales quedan eclipsados por un hipotético pacto con el Maligno. Mientras que, tanto en la antigüedad grecorromana como en los albores de la cristiandad, la magia se toma como un hecho natural, durante la Edad Media nace y cristaliza esta nueva concepción malévola de la bruja, porque sí, en realidad, la brujería se toma como eminentemente femenina. La actitud benevolente de las autoridades frente a fenómenos tradicionalmente asociados al paganismo se va diluyendo poco a poco.  
Así nos topamos de lleno con esa imagen trasnochada, y hasta cierto punto romántica, de la bruja tradicional. Sí, esa que vuela en escoba, danza alocadamente junto al fuego y pronuncia palabras en desconocidas lenguas frente a un caldero. Los siglos XII y XIII ven florecer la imagen de la esclava del Diablo, origen de todos los males de la sociedad, amparada por un culto libertino y toda una horda de semejantes. La que hasta entonces había sido hechicera, mujer sabia, pasa a ser bruja, con todas las oscuras repercusiones que ello conlleva. Y así, se empiezan a confundir los términos, o son tergiversados adrede por el clero y la intelectualidad de la época. En tanto la hechicería comporta una serie de ritos populares, arraigados en el acervo cultural, la brujería se convierte en un término marcado, salido de la teología tardo medieval, y pasa a comportar una malignidad que no está asociada a la hechicería previa. Jesús Callejo, en su imprescindible obra Breve Historia de la Brujería, resume este punto con una frase muy acertada: La corta historia de la brujería es una parte de la larga historia de la hechicería.
 

La tentación de San Antonio. Jacques Callot
De este modo, la persecución de la brujería que hasta entonces había sido generalmente esporádica, se agudiza a finales de la Edad Media, llegando a su punto álgido entre los siglos XVI y XVII. No es de extrañar, entonces, que asalte la duda de por qué se la criminaliza en un período particular. Ciñéndonos a la cronología, es llamativo comprobar cómo toda esa necesidad justiciera viene aparejada a una serie de acontecimientos que dejaron honda huella en la sociedad contemporánea: epidemias, hambrunas, conflictos políticos e ideológicos, sembraron el caldo de cultivo perfecto para un pueblo familiarizado con la muerte y a la vez obsesionado con ella.  Y todo cristaliza en un único término: miedo. Todo ese temor a lo desconocido, a las desgracias y los desastres que asolan el mundo, busca un cabeza de turco que no será otro que, efectivamente, el Diablo. .
La premisa que empezó a generalizarse tanto entre el vulgo como entre las autoridades, civiles y eclesiásticas, fue que, tamañas desgracias, solo podían deberse a que el mismo Dios permitía que el demonio, a través de brujos y brujas, castigara cruelmente a una sociedad que se había apartado de la vida piadosa. El que hasta ese momento había sido un curandero o una partera, pasó a ser un brujo o bruja satánicos. La realidad de estos hombres y mujeres siguió siendo la misma, pero su percepción se modificó. Ahora fueron tachados de secuaces del demonio y, por tanto, perseguidos y castigados como merecían. Así inicia la caza de brujas, que se irá extendiendo poco a poco por toda la Europa cristiana, en algunas provincias con más virulencia que en otras.

A partir de entonces se suceden unos años de terrible persecución, en los que entran a formar parte todas esas ordalías y torturas que ya conocemos, por lo que evitaré extenderme en tan escabroso asunto. Tendría que llegar el siglo XVII, en concreto, la segunda mitad de la centuria, para que todo ese terror empezara a amainar.  En el caso de Francia, el propio Luis XIV firmaría, en 1682, una ordenanza real que establecía una rotunda distinción entre dos tipos de reos: aquellos que se aprovechaban de la credulidad de la gente, amparados por el disfraz de adivinos o supuestos hechiceros, que debían ser castigados con el destierro; y otros, que habrían cometido tropelías de mayor calado, que sí debían recibir un severo castigo, pero no por su condición de brujos, sino por la de criminales. Así, en Francia, se deja de hablar de brujos, de aquelarres y de maleficios, y la brujería empieza a ser tratada como una superstición, retoma la consideración que había tenido antes del furor de odio hacia la figura de las brujas. Con la irrupción del racionalismo y el empirismo en el ámbito filosófico, la brujería queda denostada a lo popular, y la Iglesia reduce el concepto de herejía a cauces más concretos. Igual que hubo quien fomentó la extensión del odio, fueron muchos otros intelectuales y clérigos quienes pretendían acabar con los excesos y abusos que muchos habían perpetrado en nombre de la fe.
Poco a poco, la visión previa de los tratados de demonología se empieza a percibir como anticuada, las confesiones obtenidas por tortura carecen de validez y muchos médicos se sumarán a las explicaciones puramente físicas para muchos fenómenos. De esta manera, se harán generales estas opiniones entre las autoridades y cambiará definitivamente el paradigma de brujería, que como hemos comentado, vuelve a quedar relegada al ámbito de lo popular y lo rural. Jueces y magistrados ahora solo prestarán su atención a casos en los que existan indicios de un crimen con el falso pretexto de la magia o el encantamiento. Y aunque la mentalidad mágica sigue presente, deja de ser un tema de interés general.
La impopularidad de los juicios por brujería va extendiéndose, aunque hubo que esperar a 1782 para ver la última ejecución por una acusación semejante: la de Anna Göldin, a la que le cortaron la cabeza en calidad de envenenadora el 18 de junio de 1782.
Aquellos años en que la locura y el terror se hicieron dueños del pueblo ya forman parte de la historia, de esa historia que se convirtió en locura, en torpeza y en superstición a partes iguales. Pero, aunque nos pese, forma parte de nuestro pasado. Un pasado que no conviene olvidar.

Carmen Gómez.